Boletín informativo digital Nº 123 (Enero 2017)
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Un campo de refugiados convertido en un pueblo
 
Hace 6 meses me embarqué en la experiencia más increíble de mi vida. Llegué a un puerto con cientos de contenedores convertidos en vivienda, metros y metros de cemento a casi 40º C, y dónde la gente salía cuando se ponía el sol. Un lugar que pretendía hacer de hogar a miles de personas que lo habían perdido todo, supervivientes y héroes de historias impronunciables. En este lugar, apartado del centro de Atenas, la actividad que ocupaba el día a día de las personas era la espera, la espera a una oportunidad, a una vida mejor, a poder ofrecerles un futuro a sus hijos.
 
Muchos de los jóvenes contaban con una sonrisa en la cara que soñaban con reanudar sus estudios una vez llegados al destino de su viaje que había empezado hacía ya mucho tiempo. Esta sonrisa en muchos de ellos se fue borrando a lo largo de las semanas y meses, y nosotros lo observamos, porque la espera continúa para muchos.
 
Pero también observamos cómo este lugar tan singular se fue transformando progresivamente: aparecieron grupos de trabajo de voluntarios comunitarios, espacios para los niños y mujeres lactantes, una escuela y un parque infantil cargado de energía y vitalidad inagotable.
 
Múltiples organizaciones trabajan duro con el fin de preservar la dignidad de estas personas. A pesar de las dificultades del día a día y de algunas barreras idiomáticas, fácilmente superables gracias al objetivo común que nos mueve, es bonito ver personas de tan diversas nacionalidades y orígenes que acuden a este lugar formando parte de este equipo.
 
Pronto me contagié del entusiasmo y alegría del equipo de la Cruz Roja constituido por profesionales tan variopintos como se puede imaginar, echando muchas horas todos los días tanto en terreno como en casa.
 
Al principio, a pesar de la energía positiva y el esfuerzo, a veces recibíamos reacciones de enfados, incluso gritos e insultos por parte de la comunidad a la que asistíamos. Esto probablemente fuera resultado del cansancio, de todas las promesas incumplidas durante el camino y de la impotencia de no poder comunicarse en ocasiones. En particular, a lo que se refiere a mi consulta, los inicios fueron duros. Acciones como la no prescripción de antibióticos a veces eran percibidas como un rechazo de asistencia, ahorro o discriminación.
 
A pesar de mis progresos con el idioma, fue la labor indispensable de los traductores que consiguieron transmitir nuestros mensajes más allá de una mera traducción literal, lo que hizo que poco a poco nos fuéramos haciendo con la confianza de la gente y ganándonos su respeto. Ahora, la mayoría nos saluda con confianza y pasear por Skaramagas se ha convertido en pasear por un pueblo donde los vecinos se conocen.
 
A pesar de todo este entusiasmo, la realidad es que aquí conviven personas de religiones y comunidades distintas (sirios, kurdos, iraquíes y afganos) y enfrentadas entre sí. En este escenario tan singular, a los vecinos les unen las realidades del presente y un pasado reciente que comparten por encima de lo que les diferencia. A pesar de ello, tristemente las realidades globales históricas de sus comunidades con frecuencia prevalecen y provocan hostilidades y violencia.
 
En todo esto es muy gratificante poder observar cómo surgen amistades, libres de todo prejuicio, entre los voluntarios comunitarios, procedentes de sociedades tan enfrentadas como afganos e iraquíes. Son estas cosas las que hacen merecedor nuestro esfuerzo y alimentan nuestra motivación.
 
Estos meses no han sido nada fáciles. He aprendido lo difícil que es cambiar las cosas y tener que adaptarme a convivir con ello. Pero me quedo con todo lo aprendido de mis compañeros y sobre todo de las muchas historias de superación, de valentía y de fuerza.
 
Compartimos este mundo en continuo cambio con personas que probablemente nunca lleguemos a conocer o comprender. Deseo que se pueda pensar en lo extraño, en lo ajeno y en lo diferente como una oportunidad de enriquecernos y dejar de lado los prejuicios que tanto daño hacen.
 
Deseo no sentirnos tristes ni culpables, sino felices y merecedores de nuestra suerte, mirándonos los unos a los otros como a iguales. Deseo que seamos capaces de tenderles una mano y devolverles una sonrisa sincera esperanzadora a esta gente que lo ha perdido todo. Son actores de una película en la que nadie les ha preguntado si querían participar...
 
Katja Schmitz
 
 
 
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