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Nunca ha sido una vida cómoda la de los habitantes
de Darfur. Comunidades nómadas desplazándose
tras sus rebaños en busca de pastos, en difícil
convivencia con tribus sedentarias de tradición agrícola
en una zona de clima extremo, cada vez más próxima
al desierto… La inestabilidad política de Sudán,
con largos conflictos bélicos, no ayuda a que la
situación progrese.
Pero la crisis de 2003 impone, a base de violencia y destrucción,
una trágica realidad: ya no es posible plantearse
la cotidianeidad del día a día, aún
con sus dificultades.
El hogar ya no es un lugar seguro. Permanecer es jugarse
la vida. Grupos armados secuestran, saquean y destruyen
sin control.
Más de dos millones de niños, mujeres y ancianos,
obligados a refugiarse en campos de desplazados, han perdido
su seguridad, sus casas, familiares, muchas de sus pertenencias y también su capacidad
para generar ingresos y ganarse la vida.
Con el incierto control de las autoridades oficiales y la
esencial asistencia de las organizaciones humanitarias,
llevan años afrontando un doble reto: que no los
maten y, al mismo tiempo, no morir de inanición o
de las enfermedades derivadas de la falta de salubridad.
En los atestados campos de Darfur, ancianos, mujeres y niños
se reúnen alrededor de sus líderes el día
de distribución. Mientras esperan su ración
mensual, se saludan, se reencuentran, conversan, contentos
de sobrevivir un día más. |
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