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  Informe   La vulnerabilidad ante el empleo   Estar en desventaja   Con otra mirada   Opiniones  
 

 
Gabriel Flores, la opinión de un economista.

Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales.
 


 
  Pese a su importancia cuantitativa y a su notable repercusión económica, la aportación de la fuerza de trabajo inmigrante no ha ocasionado cambios estructurales en la economía española. Antes bien, ha contribuido a consolidar algunas de las insuficiencias estructurales acumuladas en las últimas décadas, ya que ha permitido reforzar sectores protegidos de la competencia internacional o de bajo valor añadido en los que abundan los empleos precarios. Sectores como construcción, hostelería, empleadas de hogar, servicios de limpieza, cuidados a personas dependientes, comercio o faenas agrícolas temporales que se caracterizan por el peso relativamente importante de una fuerza de trabajo de baja cualificación y escasa productividad.



  No, no creo que el concepto de nuevo modelo económico refleje correctamente lo que ha significado la notable y positiva contribución de la población inmigrante. El aporte de los trabajadores y las trabajadoras inmigrantes ha permitido impulsar un mayor crecimiento que el de las economías de nuestro entorno, ha servido también para compensar las carencias de los servicios sociales de ayuda a la familia, ha incrementado el superávit de la Seguridad Social y ha reforzado el papel de la demanda interna como factor de crecimiento.


Pero esos aspectos positivos, lejos de ayudar a generar una nueva estructura productiva o de favorecer su necesaria transformación, han contribuido a reforzar un modelo de crecimiento que, como ha revelado la crisis mundial, es insostenible y se basa en exceso en un tejido productivo y empresarial poco dinámico en materia de innovación y poco intensivo en la utilización de tecnología y capital humano.


  La crisis económica obliga a afrontar tareas que han sido relegadas durante años: los planes de reactivación económica deben incorporar el objetivo de transformar las viejas e ineficientes estructuras productivas. Olvidar esta perspectiva de largo plazo y centrarse en apoyar actividades sin futuro o en estimular de manera indiscriminada la demanda serían graves errores que tendrían que pagarse tarde o temprano en términos de empleos, rentas, productividad y capacidad competitiva.


En la última década, la incorporación masiva de jóvenes e inmigrantes al empleo precario se ha visto acompañada por la progresiva disminución del empleo seguro y estable, el aumento de la desregulación (a la que muchos denominan incorrecta e interesadamente flexibilidad) y la ampliación de una economía sumergida que ha utilizado intensamente a la población inmigrante “sin papeles”.

A esa precariedad y fragmentación laboral previamente existentes, la crisis económica añade, recuperando un viejo y grave problema, el paro masivo que caracterizó al mercado de trabajo de mediados de los años ochenta y noventa del pasado siglo.


  La economía sumergida implica por definición un espacio de relaciones económicas ajeno a cualquier tipo de regulación.


En términos generales, supone un fraude a la Hacienda Pública, menores posibilidades de proveer bienes públicos y protección social por parte del Estado y una presión añadida sobre los costes laborales y los mercados de trabajo regulados. Y, tan importante como lo anterior, la consagración de un verdadero agujero negro por el que desaparecen derechos y garantías.


En términos más concretos, los trabajadores relacionados con las actividades sumergidas pueden verse sometidos a unas condiciones de trabajo y un grado de sobreexplotación incompatibles con la normativa legal y, lo que es aún peor, con los derechos humanos. No es menos grave la corrupción moral que ocasiona en los empleadores y en las sociedades que sostienen o conviven con unas relaciones laborales que pretenden escapar a cualquier tipo de regulación o criterio civilizador.


  Resulta muy difícil barajar una hipótesis que, en mi opinión, tiene nulas posibilidades de convertirse en un escenario real en los próximos años.


Nunca la economía española a lo largo del último medio siglo, ni siquiera en los momentos de mayor expansión, ha empleado a toda la población dispuesta a trabajar. Menos aún cabe ahora, con una crisis de enorme envergadura que va a incrementar el desempleo en los próximos meses hasta niveles nunca alcanzados de alrededor de cuatro millones de ciudadanos, imaginar que las personas que forman parte de los colectivos con mayores dificultades puedan encontrar empleo.


Lo prioritario en las actuales circunstancias es garantizar la protección social de los sectores que sufren las mayores penalidades. Sin olvidar la importancia de que el Estado y la sociedad civil se involucren activamente en la búsqueda de mayores grados de empleabilidad para estos colectivos y en proporcionarles una ayuda eficaz para que su búsqueda de trabajo no esté condenada de antemano al fracaso.


  La escasa cualificación no es una característica general de los colectivos que se encuentran afectados por la precariedad laboral, el desempleo o la temporalidad. Una parte importante del empleo precario afecta a jóvenes e inmigrantes sobradamente preparados que presentan una trayectoria laboral inestable e incierta.


Tampoco puede considerarse cierta la consideración de la falta de preparación como una simple excusa. Una parte de la población que realiza los peores trabajos tiene efectivamente una muy escasa formación y no cuenta con oportunidades para superar unos déficit de aprendizaje que dificultan su ocupación en mejores empleos.


  La tendencia a la disminución de los niveles de desigualdad es evidente en lo que se refiere a la incorporación progresiva de las mujeres al mercado de trabajo y, más aún, en cuanto a los similares niveles de formación de las mujeres jóvenes. Pero la desigualdad sigue fuertemente asentada en las retribuciones que reciben hombres y mujeres con parecidos niveles de responsabilidad y trabajo. En los obstáculos que deben superar en sus carreras profesionales. A la hora de conciliar vida laboral y responsabilidades familiares. Y, entre otros muchos aspectos, en los riesgos de caer o permanecer en situaciones de exclusión y pobreza. En todo caso, las diferencias entre las tasas de paro y de actividad de mujeres y hombres reflejan que el trecho que queda por recorrer en el camino de la igualdad es aún largo y que el ritmo al que avanza es, pese a su aceleración en las últimas décadas, insoportablemente lento para las afectadas.


 


Es difícil hablar en términos generales de la juventud y su incorporación al mercado de trabajo. España se encuentra entre los países comunitarios que presentan mayores tasas de fracaso escolar y, al mismo tiempo, entre los que tienen un porcentaje más alto de jóvenes con estudios universitarios. Los impedimentos que deben superar unos y otros para conseguir su primer empleo son muy diferentes. Al igual que no pueden ser similares las políticas públicas necesarias para favorecer su empleabilidad.


No obstante, las altas tasas de paro que sufrieron los jóvenes en los años ochenta fueron sustituidas, a partir de la segunda mitad de los años noventa, por procesos prolongados de integración en el mercado laboral y no menos largos periodos en los que se suceden empleos precarios, situaciones de desempleo y trabajos irregulares o alegales que pocas veces definen una trayectoria laboral ascendente o desembocan en una posición laboral relativamente estable y consolidada.


 


A medida que aumenta el grado de responsabilidad y cualificación cobran peso las competencias personales y los méritos profesionales. Por el contrario, los prejuicios y la discrecionalidad ganan importancia en las contrataciones que requieren menor grado de especialización o formación. Así, las posibilidades de empleo de los inmigrantes están directamente relacionadas en muchas ocasiones y actividades (como las faenas agrícolas temporales u otras tareas especialmente penosas y escasamente retribuidas) con la inexistencia de ciudadanos españoles dispuestos a realizarlas por los salarios que se les ofrecen. De igual modo, podrían multiplicarse los ejemplos de utilización de criterios arbitrarios o discriminatorios en la contratación de mujeres, algunas minorías étnicas y diversos colectivos sociales que sufren la ojeriza y la intolerancia de una parte de la sociedad.


 
 
 
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