Los jawaya,
como se nos conoce a los blancos, somos la principal atracción
en el campo de refugiados de Kalma, especialmente de los
niños.
Al menor gesto de aprobación, un enjambre de personitas
nos cercan coreando la palabra de moda “ok”,
“ok”, y riéndose a mandíbula batiente
cuando tratamos de saludarles en árabe o en inglés.
Viéndolos así, con esa desbordante e inocente
alegría, los adoptarías a todos en bloque.
Ante ese comentario, Esther, la cooperante de Cruz Roja
que nos acompaña, señala a la niña
de unos dos añitos que se desternilla de risa en
brazos de otra mayor. La madre de la pequeña, cuando
llegó al campo, intentó convencer a Esther
de que se quedara el bebé que llevaba en brazos,
argumentando que, cuando creciera, le limpiaría la
casa para siempre. Ahora, madre e hija esperan juntas en
Kalma. Algún día podrán recuperar y
limpiar su propio hogar.
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