En una
cabaña del campo de Kalma, un muchacho nos enseña
el impacto de bala que los grupos armados dejaron en su
pierna. Mientras nos muestra la cicatriz, otro chico entra
en la tienda. Como cumpliendo un ritual, también
nos descubre su herida, testimonio grabado a sangre y fuego.
Nos explica que le acribillaron con la intención
de matarle. La tercera persona que se une al grupo es una
estilizada joven de apenas veinte años. Nos mira
en silencio. Alguien pregunta si también ella tiene
alguna marca. Con voz suave explica que una ráfaga
de balas le partió el pecho a su marido. No sabe
por qué. Sólo sabe que huyó y se mimetizó
entre los miles de refugiados de este campo, 93.000 personas
que, unidas por las cicatrices de sus cuerpos y sus almas,
comparten el día a día con la esperanza de
regresar a casa.
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